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Foto del escritorTerritorios Baldíos

Una cueva contra los camorristas



Alex Brandon/ Agencia AP

Darío Fritz

Uno debería demostrarle de lo que está hecho. Agarrarla del cuello, plantarse, intentar estrujarla, gritarle como alma en pena que no lo vencerá, mostrarle con el filo del cuchillo entre los dientes que es capaz de no dejarse, que tiene a su contraparte, esa que está a tan solo dos letras de arrebatarle el dominio, llamada independencia, y quien en realidad debería triunfar. Pero la dependencia tiene una fortaleza y persistencia a prueba de terremotos que a la contraparte tanto le cuestas sostener. Dependientes no solo porque nos ayudan a nacer, de una mascarilla que impida el paso de alimañas invisibles dispuestas a matar, de la solidaridad extraviada de quienes nos ven tropezar y toman una foto en vez de tender la mano, dependientes de que la lluvia se ausente para negarnos a apagar la sed o inflame los ríos y tome nuestras calles, dependientes de que el salario exiguo pague la hipoteca. Batallamos para que la dependencia impida convertirnos en sumisos, la aceptamos cuando nos dicen “ven, vamos al sillón, es noche de películas”, la glorificamos si nos hace adictos a la sobremesa con una copa de vino.


Dependientes de que nos amen, nos escuchen, nos entiendan, festejen o lean. De que nos acepten.

Alzamos las manos dependientes del buen humor y la simpatía que le generemos al reclutador de empleo, del buen clima para levantar los jitomates de la huerta, de la madre que arrime dirección cuando la adolescencia alumbra incertidumbre, de que el lugar en el mundo donde pernoctamos no nos expulse a la migración, de que si las papas queman enfilemos hacia donde las llamas se dispersan. Dependemos de los dependientes —eso está casi borrado del léxico— que en la tienda no pesen con desventaja las uvas y mandarinas. Dependientes de que nos amen, nos escuchen, nos entiendan, festejen o lean. De que nos acepten.


Y pasamos a preguntarnos, como un abstemio puede sentirse fuera de lugar en la fiesta de la cerveza, qué nos ha hecho tan dependientes en las últimas semanas de un escrutinio electoral fuera de nuestro alcance, imposibilitados de participar, ajenos a resolver algo, para que no solo sea motivo de ocupar planas digitales y horas de podcast y videos fastidiosos en redes sociales, sino que se hable de ellos en el mostrador de la tlapalería o el andén del metro. Si a nadie le contuvo la respiración la definición de los resultados de las elecciones del 2 de junio, como tampoco lo fueron las francesas, venezolanas, indias o rusas, nos hemos quedado boquiabiertos a la espera del desenlace la noche de este martes, ya como expertos conocedores de lo que se jugaba en el colegio electoral estadounidense, la oscuridad próxima para miles de migrantes, la mentira como argumento disuasivo, lo que vendría para la invasión a Ucrania, las asperezas arancelarias con los chinos o el permiso para mayor impunidad en cada matanza de los israelíes sobre sus vecinos árabes.


“La vida falla / y todo lo que te queda / es un puñado de aceitunas”, nos dice Bukowsky, pero aun así, allí seguiremos, apretujados a la espera de que si los infiernos nos alcanzan pronto, solamente nos rocen o al menos los golpes se puedan amortiguar. Si las gargantas de una mayoría clara se erigen en prescribir la desinformación y el odio sobre el oponente; el racismo, la misoginia y el ninguneo de la democracia como forma imperfecta de convivencia; el insulto, el revanchismo y la confrontación; la jactancia de las espaldas del multimillonario, la impunidad judicial y la imposición del camorrista, tendremos que atenernos a la memoria, esa “cueva / en la que uno finalmente vive, se arrastra / de manos y rodillas para entrar”, como dice Robert Creely, para no dar lugar a tanta amenazante dependencia.

 

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