Darío Fritz
La imagen es tan dramática como poderosa. Más de un político calculador la hubiese soñado para sus aspiraciones presidenciales, siempre que la historia hubiese terminado con final jubiloso como le ocurrió a Donald Trump. La foto de Evan Vucci de un Trump de facciones victoriosas, marcado por hilos y manchas de sangre en el rostro, que alza el puño como si fuera líder de algún partido socialista en señal de pelea y de cuya boca salen palabras -luego se sabría por videos que fue fight - fight (luchemos)-, parece armada para una película de ficción sobre los triunfos de la libertad contra el enemigo terrorista que acostumbra Hollywood. Pero no, es real. En la escena, dos hombres y una mujer del servicio secreto intentan cubrirlo con sus cuerpos y la bandera estadounidense ondea por encima triunfante. Ha sido una perfección fotográfica -¿quién le quitará el World Press Photo de este año, aunque en las matanzas de Israel en Gaza abunde una fuerte competencia?-, que bien podría recorrer cada uno de los próximos mítines republicanos de los cuatro meses de campaña presidencial que restan. Ya ni necesitarán que él esté presente para convencer con sus dotes de comunicador televisivo, la foto lo dice todo. Si le faltaba convencer a latinos o afrodescendientes, allí está el detonante.
Salvado por la Divina Providencia, como muchos creen entre los republicanos, con esto ¿para qué preocuparse de la justicia terrenal que lo ha sentado a revisar la apropiación de documentos, sobornar a una actriz porno o interferir en las elecciones que perdió en 2020? Hasta las balas lo esquivan y puede levantarse de la tarima intocable casi diciendo como el profeta bíblico “síganme”. Si las grietas en su memoria ya pusieron a Joe Biden a jugar en desventaja, y su tozudez en mantenerse como candidato la acrecienta, con el frustrado atentado del sábado pasado en Bluter, Pennsylvania, no será tan complejo para Trump inclinar las fichas, ya de por sí ventajosas, reforzado por la aureola de víctima entre el electorado. Tan electrizante, convulsionante y categórico ha sido el atentado, mientras los videos giran por el mundo y sobre todo fotos como las de Vucci, Brendan McDermid (él parado ya caminando ensangrentado y alzando el brazo) o Doug Mills (la bala pasa junto a la cabeza del magnate), que cuarenta y ocho horas después, cuando se presentó en Milwaukee para recibir la nominación republicana y presentar a su compañero de fórmula presidencial, no necesitó hablar. Otros lo hicieron por él. Solo tuvo que mover a gusto la cabeza ante sus seguidores y fotógrafos para dejar ver un sugerente y estrambótico apósito blanco en la oreja derecha lastimada. Ningún publicista hubiese necesitado más que eso.
Si esos minutos del atentado fallido en Bluter impactan tanto como aquella imagen de Ronald Reagan protegido por sus guardaespaldas tras el atentado en Washington, John Kennedy herido de muerte sobre la limusina en Dallas, el gesto de dolor de Bolsonaro apuñalado en un mitin, la pistola que apunta a Cristina Kirchner y se atora, o el primer ministro eslovaco arrastrado por dos hombres tras recibir cinco tiros en mayo pasado, el chico que disparó desde un tejado vino a instalar en los escasos segundos de los ocho balazos lanzados sobre el candidato, la perplejidad para el futuro cercano -a partir de enero- de un mundo de trumpistas convencidos y envalentonados de otras latitudes, queriéndonos tomar por asalto. El balazo que captó Mills, surcando el aire a milímetros de la cabeza del expresidente, igual que los siete restantes, tiene un destino cierto y certero para otros, imposible de esquivar.
@DarioFritz
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