Concurso para darle identidad a las calles de un pueblo.
Darío Fritz
Las calles de la infancia tenían arena, polvo y hasta gramínea. Los autos levantaban esporádicas nubes entre el rechinar de carrocerías destartaladas y ladridos de perros aburridos. Cada vehículo que pasaba era una novedad. Distinguir quién lo conducía y si traía acompañantes alimentaba las mejores elucubraciones sobre su presencia. Al cabo del día, nadie estaba desinformado sobre cada llegada y partida del pueblo. Cuando en casa pedían que fuera por las papas y el azúcar, implicaba caminar recto cuadra y media sobre la vereda de tierra dura. Cuando se trataba de llegar con el carnicero era también cuadra y media, pero con giro en la primera esquina. Ir a la caseta telefónica, media cuadra. El campo de futbol, dos. Lo más lejano, la escuela, casi cuatro cuadras. Y ya no más. Nunca había cinco, seis o más cuadras de distancia. Así era Sundblad, el pueblo. Tres cuadras de frentes y otras tres de fondo. Cuatro calles de norte a sur y cuatro calles de este a oeste. En metros, 300 por 300. Limitados por las vías del ferrocarril y tierras sobre las que crecían espigas de trigo o mazorcas de maíz. Algunos años, el rastro ocre de la sequía completaba el resto de esos flancos tan cercanos como limítrofes con la pampa extensa y solitaria de la que éramos parte fortuita. Tres por tres.
Un pueblo sin comisaría ni iglesia, sin sala de salud ni cementerio, sin un vecino dado a la política para administrar las cuentas del lugar. Sin cafés, porque eso son vicios urbanos. En los pueblos el vicio por compartir se llama mate, vino o grapa. A las once de la mañana o a las seis de la tarde. Sin plaza ni bancas donde sentarse, grupos de señora desgranaban el mundo que las circundaba en recorridos por sus calles en tardes de domingo. Teníamos tasa cero en delito y número de creyentes escasos. El cura se interesaba una vez al año por los cristianos de aquellas calles. Llegaba en gira pueblerina, y si no fuera que bautizaba o tomaba la primera comunión en el edificio de la escuela primaria —la separación estado-iglesia se daba por default los otros 364 días del año—, nadie reclamaba su presencia. Respetuosos, la mayoría se acercaba a escucharlo para que en todo caso no se pensara mal.
El contrato social entre menos de un centenar de habitantes no requería de instituciones ni jerarquías. Las únicas jerarquías las insinuaban el jefe de la estación ferroviaria y la directora de la escuela. Pero más allá del salón escolar o del escritorio del telégrafo, no la ejercían. Nadie se preguntaba en el pueblo si se estaba allí por arraigo a esas nueve manzanas o a la espera de que un tren los eyectara. Simplemente se estaba.
Unas pocas veces fue representada en teatro la rabia de Juan Moreira y la conspiración shakesperiana de Ricardo III. Un cine ambulante trajo “La Mary” y hubo sala llena en el club Juventud Unida, el único lugar que se prestaba para centro de entretenimiento o asados populares. Por una semana, los comentarios entre el estupor y la incredulidad sobre las escenas osadas entre Susana Jiménez y Carlos Monzón se escucharon en casa, como en el resto del pueblo, con cada visita que recibía mi madre. Ella se estacionaba en la mesura obligada de quien ostenta el cargo de maestra y directora de escuela. Un parque de juegos móviles estacionó alegría en temporadas de primavera sobre la cancha de futbol. Hubo tiro al blanco y calesita. Algún invierno, el asentamiento breve de gitanos trajo alarmas. Se podía ser un grano de arena en el mundo, pero los prejuicios nos pintaban.
Ya fuera de ese territorio marcado con precisión –algunas manzanas llegaban a contar con una sola casa–, junto al embarcadero ferroviario y la casa del cambista, resistían a vendavales, granizadas y lluvias monzónicas los restos de una fábrica de quesos abandonada. Para nosotros niños se asemejaba a una expedición a una playa nudista, en la mirada de los adultos una muestra de frustraciones. Fue la primera y única fábrica que se levantaría en esa llanura rústica.
Con el correr de las décadas, unos pocos se quedaron. Los polvos han sido levantados por otros vehículos, tan añosos como antes, y unos pocos de cierto lujo –la riqueza ajena que trae la soja, inexistente en otras épocas, pasa por allí, altanera y mezquina, refractaria al arraigo—, pero las tres cuadras de fondo y tres de frente ahí persisten. Ni se ampliaron ni se quitaron. Son las mismas. Una foto satelital de Google ve el mismo manchón verduzco y marrón de esos límites tanto hace quince años como hoy. Las calles de esa niñez eran fáciles de ubicar. No requerían mayor detalle ni iconografía. La equina del herrero, la del panadero, la del club o la del almacén de ramos generales. La cuadra del taller, de Lalo, del molinero o del Colorado, del boliche o de la huerta de Randa. Así nos reconocíamos. Nadie se iba a perder. Ni borracho una noche de las dos o tres del año en que se hacían bailes populares para recaudar dinero destinados a la cooperadora escolar, ni en las más cerradas de oscuridad del invierno crudo atizadas por el manto blanco de la helada.
Nadie se preguntaba en el pueblo si se estaba allí por arraigo a esas nueve manzanas o a la espera de que un tren los eyectara. Simplemente se estaba.
El cordón umbilical con el mundo estaba detrás de un número: 6401. Por él llegaban encomiendas y cartas. Recogidas en la estación ferroviaria o en un área de casilleros negros distribuidos alfabéticamente por el panadero, a cargo de la estafeta postal del pueblo. Allí íbamos a consultar, con la ilusión palpitante; si la correspondencia familiar, si la respuesta a una solicitud de curso a distancia, si la suscripción a una revista, o las letras desencajadas de un conscripto. Llegaban en los dos trenes semanales y en el servicio de un colectivo que recorría varios pueblos lunes y jueves. Pocas veces esas ilusiones por un mundo que se acordara de nosotros lograban consumarse.
Podríamos creer que las nueve manzanas han quedado allí petrificadas como una pintura rupestre, huesos de dinosaurios patagónicos. El ferrocarril ha dejado de pasar y lo que fuera la caseta telefónica del pueblo ha desaparecido, reemplazada por celulares. Su lugar hoy lo cubre una biblioteca, lo cual no deja de ser alentador. La electricidad, pendiente del estado del tendido de sus líneas y el azote de la naturaleza, propina tantas interrupciones como hace cuatro décadas, la basura ya se recoge y no va a un pozo a cielo abierto en el fondo de cada patio. Una planta de reciclado procesa el plástico. Y el altar a una virgen arropa creencias celestiales. Con la entrada del nuevo siglo se acordó una fecha de fundación, ligada a la llegada del ferrocarril, y ya hubo fecha que conmemorar. Pero una nueva motivación surgió al final de la pandemia. Hay que darle nombre a cada calle que surca las nueve manzanas, dijo alguien. Dijeron todos. Niñas y niños de la escuela salieron a llenar una encuesta entre sus habitantes para elegirlos. Otros, habitantes de historias fuera de allí, comprometidos con su pasado, lo hacen en redes sociales.
Cuando el recuento de los nombres tenga un resultado, y esas esquinas estén identificadas en una placa de metal, la añoranza lamentará que no puedan estar todos.
Prima la sencillez. De una lista de pobladores ya fallecidos se elige a ocho. Las nueve manzanas no dan lugar para más. Revisar la lista –se puede sumar nuevos nombres– obliga a un recorrido hasta la infancia. Cada uno de esos nombres enlazan vivencias, tonos de carcajadas, enojos o abatimiento, caracteres apacibles y extrovertidos, desmesuras y melodramas, sueños truncos y esperanzas correspondidas, silencios y verdades acalladas. El panadero, el herrero, la mujer del carnicero, almaceneros y vecinas, el jefe de la estación ferroviaria, un escritor de poemas. Mis padres también.
En noches de insomnio y con las distancias del tiempo extendidas, brotaban las conjeturas: qué sería de aquellos que alimentaban la cotidianidad de esos días. Sin respuestas, el temor a descubrirlo se tornaba timidez y flaqueza. Aceptaba la ignorancia como necesaria. Sin embargo, la respuesta afloró en esos nombres de vecinos ausentes. Cuando el recuento de los nombres tenga un resultado, y esas esquinas estén identificadas en una placa de metal, la añoranza lamentará que no puedan estar todos.
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