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Límites



DARÍO FRITZ

Hubo un tiempo de alta concentración de ilusión, de creencias auténticas, que en pocos años se han convertido en infantiles, porque así se repetía sin cuestionar a su contraparte a la que deberíamos haber preguntado qué podría traer aparejado de desilusionante. Muy cercano al fin de la Guerra Fría con la caída del Muro de Berlín en 1989, y un supuesto mundo más democrático —otra ilusión infantil—, después de 2005 confiamos que con internet el mundo se volvería en una asamblea permanente de debates e intercambio de ideas, discusiones en libertad, la circulación libre de información, sin censuras ni represión. El acicate para el mundo de dictadores y violentos. Twitter y Facebook eran su polea de transmisión. Pero cerca de dos décadas después las herramientas digitales —centralmente las redes sociales— se han convertido en infinidad de nidos de desinformación y manipulación, odio y denostación, amenaza y burla sobre quien se sale de la uniformidad de pensamientos, utilizada tanto desde vertientes ideologizadas de derecha como de izquierda. Aquello que se veía como un progreso gracias a las nuevas tecnologías se ha transformado en fenómenos culturales de uniformidad de ideas, controlados por pocos, y que se manifiestan incluso en opciones electorales, y no necesariamente con la intención de quebrantar la desigualdad sino de profundizarla.


Aquello que se veía como un progreso gracias a las nuevas tecnologías se ha transformado en fenómenos culturales de uniformidad de ideas, controlados por pocos, y que se manifiestan incluso en opciones electorales, y no necesariamente con la intención de quebrantar la desigualdad sino de profundizarla.

Quien ha verificado y advertido sobre las consecuencias de estas transformaciones tan veloces y debilitantes para la democracia ha sido el economista turco-estadounidense Daron Acemoglu (MIT). “Vivimos en unos tiempos aún más elitistas —y aún más dominados por un ciego optimismo— […] las personas que toman las grandes decisiones vuelven a hacer oídos sordos ante el sufrimiento que generan en nombre del progreso. El progreso actual, una vez más, está enriqueciendo a un grupo muy reducido de emprendedores e inversores, mientras que la mayoría de la población obtiene escasos beneficios y carece de poder de decisión”, escribió en su bestseller publicado hace un año junto a Simon Johnson (MIT), Poder y Progreso.


En un reciente artículo, “Los ricos no deben ser los héroes de la sociedad”, se refería a Bill Gates, Mark Zuckerberg y Elon Musk, entre otros, como el nuevo “poder de la persuasión”, tal cual la fuerza física o las hazañas militares en otros tiempos, con capacidad de influir y decidir, ajustado a sus necesidades personales, mucho más incluso que los propios gobiernos. Con el condimento de que son empresarios vistos por la gente —de allí la definición de “poder de persuasión”—, bajo un estatus de “genios empresariales que exhiben niveles únicos de creatividad, osadía, visión de futuro”. Ese estatus está conferido por su capacidad económica, la misma, dice Acemoglu —premio Nobel de economía 2024 junto a Johnson y James Robinson—, que les permite ser los mejores conceptuados, incluso si se trata de opinar sobre carpintería o libertad de expresión que un propio carpintero o un filósofo, y se aprovechan de esa imagen para sus propios fines económicos —hacer negocios con gobiernos, no pagar tributos— o polarizar a la sociedad en busca de estatus —Musk y su apoyo, incluso con mentiras, a Donald Trump. Gran parte del problema para solucionar esas expresiones inequívocas de respaldo para quienes generan concentración de poder y afectaciones a las mayorías, advierte, es que se desdeña otros tipos de personas o instituciones que contribuyen a formas de igualdad. Es decir, nos pegamos el tiro en nuestro propio pie.


La preocupación de Acemoglu por el creciente poder e influencia de los multimillonarios, dominantes también con la Inteligencia Artificial —sino se la controla habremos perdido el rumbo, dijo en una entrevista reciente—, también ha sido de otros economistas como Ingrid Robeyns, Thomas Piketty, Branko Milanović y Stewart Lansley. La pregunta de todos ellos es cuándo establecer el límite a la riqueza y cómo hacerlo. Lansley pone como ejemplo que no es imposible, porque al término de la Segunda Guerra Mundial “se alcanzaron niveles máximos de igualitarismo. Los Estados pasaron de su rol favorable a la desigualdad en los años de preguerra a convertirse en agentes de la igualdad”. Así se obtuvieron mejoras en los ingresos de los asalariados y bajas entre las remuneraciones más altas. Para este académico británico, por ahora se impone el pesimismo sobre los límites: “Existen escasas señales de la clase de cambio de valores y nuevas normas culturales que constituirían un requisito necesario para una política de moderación y límites”.

A pesar de la desigualdad que comprobamos hoy en la calle, el metro o el centro comercial, tenemos la tranquilidad de vivir mejor que nuestros abuelos, pero eso no fue por los inventos tecnológicos.

J. P. Morgan, tan poderoso y rico como Gates, Musk o Zuckerberg a fines del siglo XIX, decía que los ejecutivos no debían ganar más de 20 veces el salario del trabajador con ingresos más bajos. A pesar de la desigualdad que comprobamos hoy en la calle, el metro o el centro comercial, tenemos la tranquilidad de vivir mejor que nuestros abuelos, pero eso no fue por los inventos tecnológicos como el mundo digital, sino, nos recuerdan Acemoglu y Johnson, “porque la sociedad civil desafió las opciones adoptadas por las élites —los trabajadores organizados que retaron la inequidad de la revolución industrial de la que se aprovecharon los empresarios— y se generó prosperidad al distribuir y hacer participativas esas tecnologías”. A eso hay que volver, apuntan. Quien pisotea una vez, si no tiene consecuencias, lo vuelve a hacer.


 

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