Darío Fritz
La historia me la relató un amigo psicoanalista. Un niño de once años -para él ya un adolescente-, le llegó un día a su sesión de terapia con la tarea hecha aunque no se la había solicitado. Le tengo todo listo para que se vaya a Grecia, lo sorprendió en respuesta a una conversación anterior donde este amigo le comentó en su proceso de inducción de la terapia que le gustaría conocer ese país. Con las Apps le tenía resuelto las ciudades y museos que visitar, cómo obtener costos de entradas más baratos y el mejor horario para adquirir el boleto de avión económico. También le explicó de alojamientos acordes a su bolsillo, lo mismo que alimentos. El niño-adolescente que podría ser ya un prodigio para una agencia de turismo, lo era hasta allí, porque para la realidad y su práctica es todo un analfabeto: cuando va al restaurante con sus padres, son ellos quienes le piden la comida al mesero porque él no sabe hacerlo, en realidad no se anima a hacerlo.
El desface entre la realidad virtual y la práctica de la vida cotidiana llega al punto que a los 25 años, cuando la corteza frontal del cerebro alcanza su plena capacidad, muchos chicos y chicas de hoy no pueden entrar en ese contacto concreto del día de tomar la decisión de subirse al metro, solicitar un trabajo o manejar un cajero automático. Jonathan Haidt lo llama “la Gran Reconfiguración de la Infancia”, en su excelente La generación ansiosa, una investigación donde explica que “los cambios en la tecnología moldean el tiempo y el cerebro de los niños” pero también “hay una segunda trama argumental: la bienintencionada y catastrófica tendencia a sobreproteger a los niños y coartar su autonomía en el mundo real”.
Las grandes empresas tecnológicas -redes sociales esencialmente- han sabido aprovechar esa dependencia que nos sume a los adultos en la adicción a la esfera digital, pero sobre todo entre niños y jóvenes -el impacto entre niñas-adolescentes es aún mayor- que son su negocio del futuro. ¿Quién no ha pasado por la experiencia de hablar por teléfono sobre una enfermedad y que luego en redes le aparezca información sobre medicinas que la relacionan? ¿Quién no ha experimentado al hacer búsquedas en la web sobre rompecabezas para adultos y luego le llegan ofertas sobre esa distracción? El “vínculo emocional de los usuarios con el producto” propiciado por los algoritmos de Facebook, X, Instagram o TikTok nos ha enganchado a través de trucos sicológicos a vivir en ellas, como en el pasado lo hicieron las tabacaleras y sus propias herramientas predigitales con la adicción a la nicotina, puerta de ingreso a lo que sería luego el consumo de cocaína, heroína, anfetaminas o fentanilo.
El niño de once años seguramente podrá ilustrarnos sobre la Inteligencia Artificial (IA) o algunos de sus derivados como el ChatGPT y todos los que por ahí vayan apareciendo para decantarnos un mundo de fantasías, aunque no podrá contestar por sí sólo cuáles son las dos mejores bandas de música mexicanas, inglesas o estadounidense de hoy si no se informa previamente. “Tienen pasión allí pero no la pueden descubrir en el mundo real”, dice mi amigo psicoanalista. Algo increíblemente ajeno a ellos como para la gran parte de la humanidad lo es la IA. También suelen rechazar la queja y la crítica, un mundo donde otros pueden construirlo maliciosamente a su antojo porque no hallarán en ellos voces de rechazo. No les interesa saber ni cuestionar -admiran de hecho a sus redes y sus creadores- que en el mundo real las redes usan sin avisarnos nuestros datos para entrenar su herramienta de IA con objetivos que desconocemos, pero que no se antojan beneficiosos dados los antecedentes. O que se hacen robos de datos de reconocimiento facial (deepfake), como muchas otras cosas, para autenticar transacciones financieras fraudulentas.
Entramos en la ficción sin distinciones de edad para escaparnos de la realidad, así sea por un rato. Llámese Caballos Lentos, Severance, Succession o Sex and the city, la última novela de Richard Ford o los poemas de Ida Vitale, Interstellar o Zona de interés. Nos preguntamos en qué ficción vive un junior narcotraficante para traicionar a su tío que lo formó en ese mundo y creer que saldrá sin rasguños, cómo un caudillo se atornilla al trono aunque alrededor muere gente y se le sublevan seguidores. Los adolescentes tienen armas a su favor para salir de la adicción. Desde las circunstanciales como disparadores -conocer alguien, la desgracia de perder al padre o la madre, apasionarse con algo- al trabajo cotidiano, tal cual propone Jonathan Haidt -apoyo de padres y escuelas, movimientos colectivos contra la adicción digital, leyes de protección infantil en internet. En el caso de los adultos, al menos, ya sabemos ordenar los alimentos en el restaurante.
@DarioFritz
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