Darío Fritz
Extendida sobre el sillón y en pijama, Irene pestañea insistente. La luz mortecina le marca dificultades para leer la letra chica del kindle. En cualquier momento la luna del Ebro que ve Carmen, se le apagará en sus letras diminutas y ya no sabrá si el escape que le propone Lluís-Anton Baulenas la llevará o no al pelotón de fusilamiento. Nombre en la Arena se lo ha recomendado su hijo, aburrido como ella, aunque del otro lado del charco, en Barcelona, durante una charla vía Zoom. Ha sido una buena elección, piensa. Está atrapada desde la primera página cuando Carmen dice estar muerta en un hospital. La cuarentena por la pandemia da pie para matar también su tedio con lecturas o juegos como el que le propone Víctor para las tardes. No pisaría la calle ni con una pistola en la sien. Pero quien sí lo hace es su marido que acaba de entrar con su nueva compra a domicilio: una televisión Philips de colección, año 1978, que se sumará a su hobby por las tecnología vetustas. Como la computadora Commodore 64 que adorna su oficina, la guitarra eléctrica Gretsch exhibida en la sala, recuerdo de una arrasada juventud de músico de rock, o la trituradora de carne de los años '70 de su madre que decora un estante de la cocina.
–Y ese cachivache, ¿para qué? –se queja ella con el libro abierto sobre su estómago.
–Ya sabes… mis locuras… así era el primer aparato que tuvimos en casa cuando llegó la televisión a color.
–Mejor desguázala y le colocamos cactus, peyotes o malvones para decorar mi balcón –dice Irene con sorna provocativa.
Limpia el aparato que se nota ha sido restaurado en algunas equinas y zonas desgastadas con una franela húmeda por el desinfectante. El blanco original ha tornado a un crema algo apagado, pero no trae rayones ni marca. Los seis botones al frente para cambiar canales están originales. Colocará el aparato encima de una máquina de coser de la abuela materna.
–Mira –dice a su mujer al terminar–. Acabo de inaugurar el área de los tiempos de ñaupa –y zanja su broma con una mueca que le deja ver dos dientes de porcelana.
En el anochecer que comienza a caer con sus colores ocres y grises, las luces de techo rompen la penumbra del departamento. Las fotos familiares revisten el pasillo y la sala de estar: junto a los dos hijos, nietos y algunas imágenes profesionales. Ella en la presentación de uno de sus libros en la universidad; él junto a una excavadora antes de iniciar las obras de un viejo aeropuerto de provincia. Se preparan un vermut de Cinzano. La disposición uniforme de pocillos y platillos completan la mesa baja junto al largo sillón donde ella acostumbra leer documentos de trabajo o las novelas fantásticas. Asoman cacahuates, quesos, humus, tallos de apio, hojas de lechuga, trozos de jamón, panes y restos de comida de días anteriores para una picada frente al televisor digital de 42 pulgadas. Mrs. Maisel y su vida de transgresora standupera de los años sesenta corre en la pantalla. Tetas al frente, dice el personaje para salir a escena. Y se matan de risa, pegados uno junto al otro en el sillón, con un palillo entre los dedos.
El plan incluye ver dos capítulos de la serie neoyorquina y luego a terminar la partida de Maratón que han dejado arrumbada hace dos días y sin terminar sobre una esquina de la mesa del comedor. Irene lleva la delantera.
Un toc-toc cercano irrumpe sin que le den importancia. Pocos minutos después el sonido regresa, y ahora sí se buscan extrañados. No proviene de la puerta de entrada.ni de los departamentos de más arriba. Nada que lo relacione con Mrs Maisel. ¿Ratones?, se lee en los labios de ambos. Nunca hemos tenido, dice ella afligida. Van por escoba y escobillón. Recorren cocina y sala como cazadores novatos. Víctor se acerca sigiloso a la ventana, la calle está vacía. Plam-plam-plam. Escuchan ahora.
–Viene de tu cachivache –asegura Irene y se le ilumina el rostro.
... Mrs. Maisel y su vida de transgresora standupera de los años sesenta corre en la pantalla. Tetas al frente, dice el personaje para salir a escena.
Víctor observa y mueve el viejo aparato con cuidado. Se asoma a la parte trasera. El cable de electricidad y su enchufe están desconectados sobre la mesa de cocer. Plam-plam-plam. Mueve la antena del techo del mueble. Sonido de lluvia y nuevos golpes provenientes de la caverna del aparato. ¿Qué más puedo hacer? gesticula con los brazos abiertos. Irene desisten de responder. La pantalla oscura adquiere vida en rayas gruesas y delgadas que se mueven intermitente en blanco y negro. Plam-plam. Primero asoma la imagen de una camisa de líneas gruesas que cubre un estómago soberbio. Los botones amenazan estallar. Luego un brazo esponjoso. El hombre de patillas largas y cabello peinado a raya mira a la pantalla por algunos segundos como queriendo ver algo del otro lado. Irene da un grito leve de susto y se toman del brazo de su marido. El hombre de la pantalla hace un gesto con las manos como si la mantuviera inmóvil y retrocede hasta una silla.
–Ya funciona mujer. Mira, que comenzó tu telenovela –dice el hombre.
Víctor e Irene mezclan asombro con miedo. Se han quedado congelados sostenidos uno con otro en un cruce de brazos. La mujer que ven en la pantalla ha dado media vuelta la cabeza sobre su hombro y se queda sorprendida también. Los cuatro parecen mirarse. Pero no, la pareja de la televisión ve otra cosa. La mujer viste un delantal que le baja del cuello a las piernas y no deja de mover un cucharón sobre la olla que calienta en la estufa. Entre ellos y lo que observan en su pantalla hay una mesa puesta para cuatro. Parecen cenar. La luz fuerte de una lámpara da idea de que ha entrado la noche. Una pareja de niños se mantiene ajena a la escena. Ella con sus manitas incrustadas en los pómulos, desatiende su plato y mira ofuscada hacia las piernas. El niño le habla a un carrito de bomberos que tiene junto a su plato.
–Qué maldito ese Joaquín, se merecen que Clara se vaya al diablo con el otro –dice la mujer, atenta a la imagen, mientras sirve algo en el plato del hombre.
–Cuidado con las palabras Rita, están los niños –dice él.
–¿Será posible esto, Víctor? –pregunta Irene que se ha sentado en el respaldo del sillón, pero no deja de tomar a su marido de la cintura.
–El diablo me da miedo, mamá –dice la niña que amenaza con llorar.
–Ya verás que ella se va a echar atrás. ¿Cómo que se va a enamorar del almacenero? –dice el hombre, tan absorto con la historia como su mujer.
De pronto la imagen se comienza a perder. Algo mejora, pero no es suficiente. La familia continúa en la mesa.
–¿Y si tú golpeas la tele? –dice Irene entusiasmada.
–Ni loco –responde Víctor temeroso.
La imagen desaparece por completo. Ella le pega con suavidad al aparato, y se ofusca por su fracaso.
Después de cinco minutos enmudecidos, sin saber si dar crédito a lo que han observado, regresan a la televisión digital enmudecidos. Mrs. Maisel discute con su padre, mientras sus hijos permanecen con la vista fija en un pequeño televisor. Se escuchan caricaturas. Cada tanto, Irene y Víctor echan una mirada al viejo Philips.
Los siguientes días y noches de la semana el viejo televisor de ornamento permaneció apagado. No han querido contárselo a nadie. ¿Quién nos va a creer?, advierten. Nos tomarán por chiflados, dice Irene. Recuerdan que los presentadores de noticias han dicho que la cuarentena ha traído trastornos psicológicos. Están cerca de los 60 años ambos y con mucho por hacer en la vida. Pero no vaya a ser, se responden, mejor que quede así. Con un hijo lejos en Barcelona y la menor en la etapa avanzada de su tercer embarazo, prefieren no preocuparlos con fantasmas del siglo XXI. La televisión se encendió. Los personajes aparecieron. Es la realidad, repiten para convencerse. Se lamentan no haberlos grabados con el celular. Al menos con esa prueba no habría cordura que esclarecer.
En la quinta noche desde aquel día, asociaron entre bromas el encendido del televisor a una alucinación propia del peyote consumido en la juventud. Fue en sus salidas por el México profundo que leían en los textos de María Sabina. Pero la planta alucinógena que una amiga les trajo de San Luis Potosí seguía en el balcón intocable, como un detalle para presumir con las visitas de mayor confianza. Ambos aseguraban y perjuraban que no se habían tentado a rebanarlo para hacerse tés a escondidas. Cenaron rápido. Él pasó al baño y ella atendió a su hija al teléfono que se decía harta de no salir a la calle en su tercera semana de cuarentena. Pero estaba feliz de tenerlo a Sergio, su marido, en casa. Aunque le esquivaba a las tareas hogareñas, ponía el mejor empeño, y en especial para atender a Francesca, la hija mayor de cuatro años, siempre que las reuniones virtuales de trabajo se lo permitieran.
Víctor fue al cuarto donde ella hablaba y le pidió saludar a la hija por él. Vas a ver una película francesa, le preguntó. No, por qué, contestó. Por el televisor, dijo Víctor. No lo he encendido, respondió Irene. Se miraron sorprendidos y caminaron rápido hasta la sala. Allí estaba el Phillip en acción, como si hubiesen llegado visitas y se atendían solas mientras los anfitriones se acomodaban. Irene despidió rápida a su hija con una excusa. En la pantalla varios personajes, en su mayoría hombres, discutían acalorados. Hablaban de libros y feminismo. Eso alcanzaban a entender de su francés rebuscado. Eran seis y el conductor. Irene y Víctor estaban felices. Llevaban diez minutos atentos. Qué alocada la televisión de los sesenta, dijo ella. Al menos se discutía y debatía, comentó él. De pronto, la imagen se perdía. Víctor le pegó al televisor en su lateral derecho junto a la botonera sin obtener resultado. Así se hacía con esas televisiones, recordó. Su padre le aplicaba las manazas de obrero por aquellos años y más de una vez se tuvo que ir a dormir refunfuñando sin lograr que regresara la imagen. Apretó las seis perillas de los canales, y nada. Hizo girar los botones de contraste y volumen. Sin razón aparente se reestableció la audición por sí sola. Uno de los personajes del debate se levantó de su asiento y comenzó a despotricar contra el resto. Parecía incoherente. Los movimientos y el acento daban cuenta de su origen estadounidense.
–Está hecho una cuba –dijo Víctor riéndose.
–Borrachísimo –apuntó Irene.
Encaró al conductor. Quería saludarlo. Los demás parecían horrorizados y hasta miraban despectivos al hombre molesto. Entre insultos les dijo en inglés que se iba de allí . A uno intentó acercarse, pero sólo pudo frotarle la cabeza calva con sus manos. Alguna gente de la producción intentó ayudarlo.
–Mira esa mujer –dijo Irene sorprendida–. Le lleva su botella. ¿Será ginebra?
-Whisky, seguramente -opinó Víctor.
El hombre ebrio se acercó a la cámara y gritó enfurecido fuck-you fuck-you. Alguien lo quitó con voz firme y se acercó a la pantalla.
-Eh, Bukowsky -gritó alguien en el set.
Irene y Víctor veían ahora los ojos saltones de un nuevo personaje que nada tenía que ver con el set de los franceses. Parecía buscar algo en la pantalla. Gesticuló sorprendido y soltó un hmmm. Víctor e Irene retrocedieron un paso. Enseguida, el otro se corrió hacia atrás también. Con la mano derecha pareció dirigirse hacia algo colocado a un costado de los límites de la imagen. Plop. La oscuridad otra vez.
Por más que Irene tocó la perilla de encendido, el televisor se mantuvo apagado. Esperó un minuto pero no hubo ningún movimiento. Insistió una segunda vez, y tampoco. El Phillips en negro.
Los encendidos se hicieron menos esporádicos. Sus reapariciones no tenían lógica ni un patrón que seguir. Podría ser a la hora de cenar, pero también cuando desayunaban. A la medianoche antes de irse a dormir o a media mañana en horas de trabajo. Mientras Irene preparaba sus clases o Víctor estudiaba fotos y documentos de choques para hacer sus peritajes que le solicitaba un tribunal judicial, su nueva actividad desde que se jubiló cuatro años antes. Se divirtieron con escenas como la de un hombre al borde de una cama que comía helado con parsimonia sin emitir sonido alguno más que el deslizamiento de su lengua sobre el chocolate. O los pasos de baile de una señora ya mayor que hacía la limpieza mientras imitaba canciones de Juan Gabriel. Les dio vergüenza ajena la pelea de una pareja a la hora de la comida delante de sus hijos, y cómo aquello comenzó a salirse de su cauce cuando él le dio dos cachetazos a la mujer. Fue la única vez que decidieron desenchufar el aparato antes de que el Phillips terminara su sesión de ese día.
Dedujeron que el televisor, o las imágenes que sin saber cómo el aparato concentraba allí, pasó por una habitación de hotel algún tiempo. Pero no fue el único lugar. Una madrugada los despertaron los gemidos de una pareja en un sillón. Ella se veía con el pelo negro y brillante que caía sobre su espalda descubierta sentada en las piernas de un hombre de cara ancha y calvicie pronunciada. Él ya se había quitado unas botas puntiagudas y hacía movimientos aparatosos para quitarle la ropa apresurado. De pronto, alguien entró a la habitación con un fusil en la mano. El calvo, muy molesto, se quitó con facilidad a la mujer que se quedó recostada con los pechos frondosos al aire y jugando con las puntas de sus cabellos. Apenas se acomodó y colocó las botas, el calvo dio una orden y entraron otros hombres armados y con dos personajes golpeados. Llevaban atadas sus manos a la espalda y cubiertas sus bocas con un pañuelo ajustado a la nuca. Eran morenos y el del fusil decía que pertenecían a la DEA. Dos veces el calvo hizo el simulacro de dispararles a la cabeza. Habían quedado lejos del Philips por lo que no se entendía mucho entre insultos y gritos. Finalmente, el hombre se quedó sólo y regresó al sillón con la mujer morena. Cubierta con un chal sobre el pecho, ella intentó regresar a los inicios, pero él se negó. Le pidió que le cambiara al canal y cuando la morena se acercó a la pantalla, con Víctor atento e Irene observándolo a él con malicia, accionó algo y la imagen se perdió. Ya no hubo golpes al televisor ni intento alguno por reestablecerlo. Decidieron volver a la cama a terminar el sueño cortado.
Seis madrugadas después, cuando el Phillips mantenía un inquietante silencio, Víctor escuchó voces en la sala y se asomó en punta de pies, como queriendo evitar cualquier sonido que lo delatara. Lo primero que pensó fue en un robo del televisor. Se lo dijo a Irene y buscó el bate de beisbol en el clóset sin saber que su mujer lo había quitado de allí. No tenían con qué defenderse, salvo llamar por el celular al número de emergencias de la policía. En eso estaba Irene cuando él se asomó por la puerta que entreabrió y vio al final del pasillo al señor del helado revisando uno de sus libros de ingeniería, al calvo abrazado a la morena mientras hablaban risueños con el borracho, a la mujer mayor bebiendo una copa de vino con la pareja enemistada. Dio otros pasos sigiloso y se encontrón con los niños de la cena que giraban sobre sus cuerpos asidos a la mancuerna que Irene utilizaba para hacer ejercicios de brazos. Y más allá, en el fondo, sus hijos lo saludaban desde una de las ventanas en plática con el hombre musculoso y su mujer.
Seis madrugadas después, cuando el Phillips mantenía un inquietante silencio, Víctor escuchó voces en la sala y se asomó en punta de pies, como queriendo evitar cualquier sonido que lo delatara. Lo primero que pensó fue en un robo del televisor.
Víctor no quería creer lo que veía. Ya era mucho más que verlos del otro lado de la pantalla. ¡Habían saltado de la ficción para hacer su fiesta en su casa! Se pellizcó la piel para ver si era cierto. Si acaso no era una fabulación mental. Fue entonces que le habló Irene. Sintió que lo zamarreaba.
–¿Víctor, Víctor… qué te pasa?
Abrió los ojos y la miró confundido.
–Es que gesticulas y dices incoherencias.
Se sentó en la cama con esfuerzo y respondió confundido.
–Fue un sueño muy raro– dijo.
A la mañana siguiente decidieron hacer lo que consideraron como tomar el toro por sus cuernos. Y lo hicieron a modo de celebración de la misma forma que había comenzado. Primero, por precaución desconectaron el aparato de la energía eléctrica -aunque no siempre resultaba- y le quitaron la antena. Se evitaban así posibles tentaciones. En la noche, después de preparar el vermut que acompañaría la picada, entre los dos bajaron el Phillips y lo colocaron en el área del edificio donde se dejaba la basura. Regalo del departamento 208, escribieron en una nota. Mucha suerte.
De regreso terminaron sus copas y decidieron jugar otra partida de Maratón. En la televisión digital encendida avanzaban en la parte inferior unos subtítulos que no correspondían a las noticias que escuchaban. Nunca le prestaron atención:
--------Albertó Migré-novela-Piel Naranja // Bukowsky-borracho-Apostrophes // Osiel-la DEA-Con la muerte en el bolsillo. Seis historias desaforadas del narcotráfico en México // Pareja en hotel-Juego y distracción-James Salter // Cuadernos Americanos-Un viejo espejo-Nathaniel Hawthorne------
Irene comenzó como siempre las preguntas del Maratón:
-Miguel de Unamuno escribió:
a) El lazarillo de Tormes.
b) Niebla.
c) La lozana andaluza.
Otra vez, Víctor perdía puntos.
Ciudad de México, abril de 2021.
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