Darío Fritz
En la niñez conocí a varios ricos austeros. Uno de ellos se había ganado en una rifa una camioneta último modelo -suelen tener esos golpes de suerte- y al cabo de cinco años, guardada en el depósito del campo, sus llantas estaban destrozadas por falta de uso. Nunca la quiso ocupar porque para eso tenía su vieja camioneta destartalada. Warren Buffett pasa en las mañanas por un restaurante de comida rápida y compra el paquete más barato si sus acciones de ese día
van a la baja. No siempre la austeridad de los millonarios abunda y menos en estos tiempos. La exposición narcisista de la riqueza hoy se aplaude y no hay remordimiento por hacerla ver. Cada tanto nos cuentan el ranking de los más acaudalados –por ahí está Jeff Bezos que quiere viajar al espacio o se destapa uno desconocido que muere estúpidamente bajo el mar por darle la vuelta a un barco mitológico hundido hace un centenar de años. También se mira con admiración a aquellos no tan santos -la lista es amplia; Pablo Escobar, Joaquín Guzmán, Bernie Madoff. Para quien vive al día, la austeridad es una obligación, para quien detenta opulencia, simple avaricia. Es obvio, al millonario no le pasa por la cabeza apoyar a quienes no llegan a completar la quincena. Los Francisco de Asís y Crates de Tebas sólo aplican para la fe y el mito.
El economista y profesor coreano Ha-Joon Chang tiene una metáfora deslumbrante para dar cuenta porqué los países en desarrollo o de ingresos bajos no pueden alcanzar a los ricos. Es que en la escalera de su crecimiento, los potentados se apoyaron en los más pobres para escalar y luego le quitaron la escalera cuando vieron que los querían imitar. Por estos días, el Fondo Monetario Internacional ha dado a conocer un informe donde reconoce por primera vez -lo hizo sobre la base de estudiar la economía de Europa, si hubiese sido sobre América Latina sus conclusiones habrían llegado mucho antes-, que las fabulosas ganancias que vienen acrecentando las empresas con posterioridad a la pandemia, generan inflación. Es decir, el encarecimiento de la vida de la mayoría de la población cuando sus salarios se mantienen estancados, y así da pie a más pobreza. El hallazgo no es nuevo. Se conocía en Estados Unidos, Australia, España o México mismo. Que lo dijera el organismo que encabezan los países ricos, el cual aplica créditos de despiadada cobranza -véase Grecia o Argentina-, abona a la teoría de Chang y abre algo de racionalidad a la necesidad de abordar la desigualdad antes de que explote.
Datos publicados en enero de 2023 aportan que la fortuna de un multimillonario crece al ritmo de 2,700 millones de dólares al día, mientras 1,700 millones de trabajadoras y trabajadores reducen sus salarios a diario por la alta inflación. El uno por ciento más rico posee el 45,6 % de la riqueza mundial, en tanto 81 multimillonarios poseen más riqueza que el 50% de la población mundial.
Las empresas energéticas y de alimentación, centrales para la vida diaria de la mayoría del planeta, duplicaron en 2022 sus beneficios. El 84% de sus ganancias se destinaron a sus accionistas (257,000 millones de dólares). A la par, más de 800 millones de personas se van a dormir sin cenar todas las noches.
La recaudación por rentas corporativas y riqueza ha caído 5%, en tanto los impuestos al consumo y el trabajo crecen 11% en América Latina. Un gravamen al patrimonio de ese uno por ciento de población rica aparece como el horizonte más lógico para aminorar la desigualdad. Buffett, un personaje sinuoso, a diferencia de sus colegas multimillonarios acepta pagar más impuestos porque “no desalientan la inversión”. Incluso ha propuesto a la administración estadounidense que se ponga a trabajar en ello, aunque los gobiernos suelen ser algo timoratos cuando se trata de tocarle el bolsillo a los poderosos. También Buffett fue demoledor en 2016 al marcar el terreno: “Hay una guerra de clases, cierto. (…) Pero es mi clase, la clase rica, la que está haciendo la guerra y la estamos ganando”.
(La música elegida acompaña la lectura)
Comments