Darío Fritz
Dar el salto a la adolescencia implica una complejidad de la que se va aprendiendo sobre la marcha. Suele haber consejos de los padres de cómo llevar aquello, pero no abundan. Tampoco es que luego se les haga demasiado caso, se trata de experimentar y descubrir con cada decisión. De ganar la calle, revolucionar sentimientos y pasiones, acotar o arremeter el miedo, franquear inseguridades, bipolarizar alegrías y tristezas, confrontar con la impaciencia y el desprecio. Hay una suerte de convivencia en esa etapa, aún necesaria, con la obligación de obedecer, de la cual se van despegando. Y donde los adultos son una barrera en algunos aspectos peligrosa, en particular si se trata de mujeres adolescentes. Hombres adultos, para precisar, autores de violaciones y abusos sexuales. Pero qué varón adolescente, de todos modos, no ha sido objeto de adultos que lo invitan en un metro, tren, reunión o supuesto encuentro fortuito callejero, a una siguiente cita tan misteriosa como ambigua para algo sin fin concreto. Allí abundan los draconianos ejemplos de víctimas de curas católicos, desde la niñez misma.
Pero los peligros del acoso tienen su veta, cada vez más acentuada, en el doble filo del ciberespacio, lugar para las comunicaciones más sanas y la irrupción del daño. Chicas de 12 a 19 años decían en una encuesta levantada por el INEGI en 2023 y publicada días atrás, que en 30.1 por ciento de los casos sufrió de ciberacoso en México, algo similar a lo que les ocurrió en 2022. En cuanto a los varones, creció de 20.1 a 23 por ciento entre 2022 y 2023. Cuando la encuesta revisa los ataques en las diferentes etapas educativas, encuentra que el acoso en el nivel básico se da en 40.4 por ciento de varones frente al 36.6 de las mujeres, y baja en la educación media superior a 27.8 en los chicos y 31.6 en chicas. A mayor promedio de tiempo en el ciberespacio, mayores denuncias de acoso, refleja el informe. El cómo explica la forma en que ambos sexos son víctimas: contactos mediante identidades falsas, mensajes ofensivos y llamadas ofensivas. Para las mujeres se suma la recepción de contenido sexual. Ellas deben lidiar con el rastreo de cuentas y sitios web, la manera en la que más se las ubica, 40.3 por ciento. Los agresores son desconocidos en más del 61 por ciento de los casos, respondieron unos y otras. ¿Quiénes acosan, dónde están los predadores? Hombres, sí, en la mayoría de los casos, de entre 18 y 35 años, aunque un sorpresivo 20.5 por ciento de las mujeres asedian a sus pares, y lo hacen por Facebook y WhatsApp.
Los datos allí están, visibilizados, para dibujar un cuadro que debería tener respuestas certeras y no paliativos. Adolescentes y adultos -el estudio se hizo a partir de los 12 años y en adelante- reflejan en enojo (66 por ciento), desconfianza, inseguridad, estrés, miedo y frustración, los efectos de la persecución. La defensa de las víctimas se limita a bloquear acosadores, cuentas o páginas. Solo el 1.4 por ciento reporta los ataques ante la policía y hasta el 12.2 por ciento en el caso de mujeres ante ministerios públicos, fiscalías o proveedores del servicio, lo cual deja claro que las autoridades son el muro final de su desdicha.
Ni las autoridades son confiables ni las mismas empresas digitales, que responden con evasivas y sin medidas concretas a las denuncias, como lo han dejado ver acusaciones sobre tráfico sexual de menores, trata de personas y el daño a la salud mental de los jóvenes. Paradas en ese limbo de la ilegalidad aceptada y correspondida con desidia, cada una de las víctimas del acoso cibernético se asemeja a Alina, la protagonista de Kentukis, la novela de Samantha Schweblin que aborda la vigilancia, la invasión a la privacidad, la exhibición voluntaria, la obsesión con la tecnología, y que se pregunta estrujada en el cierre del libro “con un miedo que casi podría quebrarla, si estaba de pie sobre un mundo del que realmente se pudiera escapar”.
@DarioFritz
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