Darío Fritz
Fue hacia 2008. Conversábamos, bebíamos razonablemente o nos metíamos al mar melancólico de una de las bahías de Puerto Escondido. Hasta que alguien dio la orden y nos encaramamos a una lancha techada de motores. Yo que no estaba al tanto del recorrido ni del motivo -todo se había configurado como un homenaje a un amigo, un cercano o un familiar, según el caso, y parecía una obviedad saberlo-, veía alejarse los cerros de la costa, cómo el mar se picaba en la medida en que avanzábamos y el cielo se abría infinito. Manteníamos nuestros trajes de baño y la hielera sin abrir en un lugar al alcance de todos. Se hablaba con normalidad, como normales fueron las conversaciones, bromas, recuerdos del día anterior en que llegamos allí en el mismo avión y al mismo hotel, invitados por Jorge, a decir de su esposa. Ahora viuda. Al cabo de quince minutos, la lancha perdió velocidad y se estancó al ritmo de las olas de la tarde que la cacheteaban. Hubo miradas hacia la inmensidad del Pacífico como si nos pudieran espiar, hasta que alguien dijo “ya”. La viuda tomó de un bolso la urna de madera, la llevó al pecho con ambas manos, apretó el rostro lloroso y dijo algo en voz baja. En silencio comenzó a vaciar las cenizas sobre las aguas azules límpidas. Íntimo. Formal. Electrizante. Hubo una breve polvareda gris que rápido se asentó y difuminó a Jorge sobre el oleaje. Pensé en flores, la muerte tiene los colores que queramos. No había. Un año después de caer fulminado por un ataque cardíaco masivo que ni le permitió abrir la puerta de su casa, el hombre joven que conocimos bonachón, alegre, reflexivo, se despedía definitivo. Algunos en su descreimiento por esa muerte grosera, insinuaron si no correspondía una autopsia del cuerpo. Su actividad como cazador de criminales y funcionarios corruptos podría ameritarlo. La viuda no quiso.
En el México multicolor los difuntos regresan al mundo de los vivos en noviembre con una fiesta de moles, tamales y pan de muerto, tequilas y cervezas, mariachis, recuerdos, sonrisas y también lágrimas. En Occidente no se suele entender esto, y se lo critica. Ignorancia. “Cada cual llama barbarie a todo lo que no forma parte de su costumbre”, decía Michel de Montaigne. Hay pueblos marinos que para esta fecha reciente del Día de Todos los Santos arrojan flores en el mar para no olvidarse de los náufragos. Uno y otro caso son la escenificación en un gran teatro, en la que nos ha tocado cumplir el rol de algún personaje. De uno u otro lado. De ser verdad lo que decía Voltaire de que los humanos son las únicas criaturas que saben que morirán, con razón la muerte “actúa como una especie de frontera, una lápida colectiva, que delimita y define los dos extremos de la condición humana”, a decir del antropólogo Nigel Barley. Lo ejemplificó así en el documentado Bailando sobre la tumba: en Java, ir al cementerio se puede ver como hechicería, en los funerales chinos no prima tanto el dolor sino el temor del contagio de la muerte, los hombres de las tribus warramungas de Australia se hacen cortes en los muslos en señal de luto. Entre los ojibwa de Canadá hombres, mujeres y niños se vertían cenizas sobre sus cabezas así como entre nosotros se pide arrojarlas a un campo de futbol. En Malasia está prohibido llorar en el funeral porque sería una carga para el difunto. Para algunos judíos se tapa la foto del fallecido para que no vea las lágrimas de sus cercanos. Las lamentaciones públicas con lágrimas se practican aún en zonas rurales. En ciertas culturas africanas sólo lloran a los difuntos jóvenes y no a los ancianos que han vivido mucho. Si para nuestra cultura reír en el velorio es una afrenta, para los nyakyusa de Malawi es una forma, junto al baile, de alegrar a los deudos.
Esa ceremonia en Puerto Escondido, con ese cielo cerúleo del atardecer, ese mismo mar amistoso, el mismo cerro cubriéndose de sombras, el agua crujiendo sobre los cuerpos, Jorge se la había pedido un año antes a su esposa para un futuro que imaginaban lejano. Para no irse sólo. Acompañado. Al bajar de aquella lancha, sobre la playa aún caminaban algunos vendedores de artesanías y los niños preparaban su retirada. El Pacífico terminaba el recorrido sobre la arena rugosa. Allí entendí qué pocas cosas necesitamos cuando nos vamos.
@DaríoFritz
(La música elegida sólo pretende acompañar la lectura del texto. Saludos. Gracias por leerme.)
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