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Perros en el parque

Actualizado: 27 mar 2023

Darío Fritz


Parque Miraflores, Ciudad de México. Foto: DF

La sorpresa se presenta de la manera más inesperada. O el peligro surge cuando la guardia baja a los designios de la providencia. Caminaba por el sur de Ciudad de México al regreso de una tarde fría y en las cercanías del metro la vereda era un gentío. Sin saber de dónde, de pronto tenía dos patas sobre el pecho y la cara triangular y escuálida de un perro que me clavaba los ojos, listo para irse a mi yugular. Fueron dos segundos, me miró con la sed de venganza de quien quiere hacérselas pagar al primero que encuentra en su

camino, gruñó y lanzó un ladrido seco y se soltó al piso, para continuar su recorrido como si allí nada hubiese ocurrido. La advertencia estaba configurada: nunca te confíes de nada. Eran tiempos en que sólo los perros abandonados o nacidos en la esquina de alguna zanja o en construcciones abandonadas circulaban por las calles. Eso ha cambiado. La gentrificación del nuevo siglo los expulsó a las periferias donde la pobreza los recibe como parte de los suyos. A los barrios clasemedieros han llegado otros, de corte burgués, atados a una correa, pegados a las piernas de sus dueños o cómodos en una patética carriola que bien le serviría a un bebé. Van resguardados de trapos brillosos en lomo y pecho y las patas cubiertas -en los casos de los más apapachados, como quien viste zapatos de charol. Pero no sólo de las calles se han apropiado ahora estos hijos de papi. El señorío se ha extendido a parques y plazas. Como en todo territorio ocupado, los grandulones de mediana estatura se sienten a sus anchas y no autorizan extraños. A tal extremo que hasta los niños se han hecho a un lado. Poco se los ve. Las heces y el mingitorio a cielo abierto espantan los intentos de hacer aquello un lugar para la risa, los berrinches, el llanto, la travesura o las corridas desgarbadas. Y no son las únicas razones. Los cestos de basura rebosantes de plásticos y bolsas de excrementos como si vivieran en huelga permanente -el Estado se aparece para salvar las apariencias una que otra vez a la semana-, los humanos vagabundos cargados de bártulos desplegados sobre bancas en lugares estratégicos y los propios adultos defensores del territorio ganado por sus mascotas, arrebatan a los niños todo interés por una cascarita o treparse al árbol. En algún momento se crearon espacios públicos cerrados para que cada perro, perra, haga su vida de perro. Pero en poco tiempo les quedó chico. Ya no les alcanzaba y se extendieron. Ahora están a sus anchas, esparcidos sobre el resto de los parques y plazas junto al columpio, la resbaladilla y el sube y baja juntando polvo. El orín deja su huella -negra y grasosa- sobre la base de los juegos y la marca de las heces quedan petrificada en el cemento y sobre la hierba arruinada. No les importa a sus dueños cuánta mugre quede desperdigada. La hipocresía es una marca de época. Cada niño debería exigirles a sus padres asistir al parque con un silbato o un ahuyentador de perros. Sería un buen juguete para hacerles su guerrita. He visto a más de un joven o mujer dejar que su animal le gruña y ladre por su territorio al niño y que sólo atinen a una caricia como amnistía. De disculpas, nada. El pecado no es del perro. Está claro. Aquello que nos inventamos los humanos de vida de perros, aludiendo a mala vida; es un perro, porque no tiene la calidad suficiente; o murió como un perro, en la soledad absoluta; no va para estos burgueses de parques y plazas. Sólo a los callejeros, relegados a sobrevivir entre la pobreza, bien les cabe. Allí, si se acercan a una plaza o parque será para buscar alimentos, el entretenimiento no les está permitido. Con suerte, en ese deambular diario kilométrico por sobrevivir se encontrarán con un brazo o una cabeza humana y la harán ver pegada al hocico, como ha ocurrido. Los deshechos arrojados a algún basurero o tiradero donde también se desaparecen cuerpos enteros y desmembrados, podrán saciar algo de lo que nadie se acerca a facilitarles.

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