Agujeros negros
- Territorios Baldíos
- 30 abr 2023
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 1 may 2023
Darío Fritz

Hay luz al final del túnel. Una frase en verdad de Perogrullo. Nos enteramos que a cincuenta y cinco millones de años luz, en la vecina galaxia Messier 87, habita el agujero negro más lejano que se ha podido fotografiar. Y el tal agujero negro emitió un chorro de materia, según el descubrimiento de hace algunos días, que ha puesto a triturar las neuronas de los científicos para explicarse de qué trata el fenómeno. Los agujeros negros escenifican aquello que todo se engulle -incluso la luz-, muy igualitarios en su función de arrasar sin miramientos. Nosotros en la Vía Láctea tenemos el propio, se llama Sagitarius A. Los astrónomos dicen que es muy movedizo, lo habitan cuatro millones de soles y está bastante lejos al parecer -veintiséis mil años luz- como para temer que nos aspire tal
cual la boa al cordero. Cuesta comprender todo esto, uno piensa en los científicos y su paciencia infinita para obtener resultados -el análisis de imágenes cósmicas que se toman de los radiotelescopios ubicados en la Tierra puede durar años- y se pregunta si no serán ellos los verdaderos extraterrestres que pueden desarrollar conocimientos que al resto de la humanidad nos convierte en verdaderos analfabetos seriales. En teoría la oscuridad no es absoluta, y este chorro de materia captado resulta una comprobación. La comunidad científica estadounidense y europea ya planifica el envío de sondas que en unos quince años lleguen a la periferia de Urano para estudiarla, y para eso deben calcular que no se topen con la oscuridad de su invierno equivalente a veintiún años terrestres. Allí hay luz para la ciencia, un proyecto de largo plazo, entre tantos otros, por el que deben presupuestar al menos unos dos mil millones de dólares. Alguna vez, uno de esos científicos recibió a periodistas en el desierto chileno de Atacama donde se erige el proyecto de estudio del universo más ambicioso de la comunidad internacional conocido como ALMA y después de explicar todo lo que allí hacían, mientras caminaban en la oscuridad advertía que no todo es mirar las estrellas; el mayor peligro son los agujeros negros con que nos podemos encontrar sobre el terreno en el que caminamos.
Aquí se nos viene la noche en estos días, y muy oscura. Los agujeros negros, como decía el científico, sí son terrenales. Unos legisladores compinches de los desvaríos arcaicos de su jefe han decidido quitar la obligación del Estado mexicano de invertir al menos el uno por ciento del PIB en ciencia. Una inmolación de desorientados que se niegan a que el país crezca de la mano de más Sandoval Vallarta, Miramontes, Pérez Tamayo, Molina, López Colomé, Fierro, Segura Peralta, López Charretón o Lazcano Araujo. En noches atrás, esos legisladores resolvían leyes cada diez minutos, como el panadero retira del horno el pan cocido en grandes charolas, sin discusiones ni opositores cercanos que pudieran hacerles sombra. No requerían argumentar. Pensar estaba demás. Quitaron todo compromiso de invertir en ciencia, pero también blandieron la oscuridad para el futuro de la información pública gubernamental a la que tienen derechos los ciudadanos, al negarle la continuidad a la institución que la protege. Nada de rendir cuentas a la chusma que quiera saber sobre licitaciones públicas, uso de dineros del erario, crímenes de fuerzas de seguridad o la salud del presidente. Tal cual Hybris, esa diosa de la antigua Grecia, representante de la arrogancia, el orgullo temerario y la falta de moderación, daban rienda suelta a un fenómeno que estudió el neurólogo y político británico, David Owen, al que denominó síndrome de Hybris o enfermedad del poder. Se manifiesta como personalidades rígidas y soberbias, incapaces de reconocer errores, de lenguaje mesiánico, tan en su olimpo ególatra que sólo atribuyen a la historia la posibilidad de dar un veredicto sobre ellos. La única cura que se conoce hasta el momento para resolver tal dolencia no implica medicinas ni diván de psicólogo, sino que se remite al tiempo: perder el poder y convertirse en ciudadanos corrientes.
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