Darío Fritz
¿Por qué el cambio de año tiene que empezar a la medianoche? En la oscuridad. Sólo alumbrado por el destello de las luces artificiales. Todo año debería comenzar a la hora en que despunta el sol. Con la luz natural que despliega el optimismo del nuevo día. Para eso es el año nuevo, ¿no? Optimismo, mente en blanco, promesas, sueños, esperanzas. La oscuridad suena a contradicción. Llegar cansado del día ajetreado, esperar a cenar tarde, con la barriga hecha piltrafa de tanto zarandearla de carnes, pastas, alcoholes, refrescos, turrones, panes dulces, ¡doce uvas! Una tras otra como si fuéramos patos engullendo para el paté de foie. Entregados a alguna deidad que haga por nosotros una docena de demandas que sabemos sólo con el sudor en la frente podremos sacar adelante. Parece un suplicio llegar a esas horas de la noche. En cambio el amanecer está hecho de otros condimentos. La energía fluye por doquier. A la 05.43, 06:28, 07:04, 09:18, estemos en esta parte del hemisferio norte o en el cono sur. Armados de una taza de café o chocolate, quizá una copa helada. Mirando por una vez hacia el oeste, para aquellos que no suelen madrugar. O también dormidos, ¿por qué no? Evitaríamos los fuegos artificiales que tan mal ponen a algunos niños y aterran a los animales. La comilona nocturna no la sufriríamos, sino que se disfrutaría el desayuno abrigador. Hasta los enfermos lo recibirían más aliviados antes que mirar por la ventana desde la soledad de la noche en la sala fría del hospital. Sería más incluyente para quienes cumplen con turnos laborales nocturnos. La borrachera estaría clausurada. Se permitiría la comodidad del piyama y la ausencia de maquillajes y gastos en estilistas relajarían a más de una mujer. Quizá hasta evitaríamos a los parientes tóxicos, que para estas fechas hay que aguantar porque claro, todo es optimismo, y no tendríamos que encasillarnos en ratos de Alzheimer obligatorios. Deberíamos romper por unas horas con ese pacto que repetimos autómatas del calendario impuesto por el papa Gregorio III en 1582.
El amanecer nos despojaría de tantas emociones vacuas y candiles de una realidad que con la noche pretendemos ahuyentar. Nos imponemos un festejo nocturno de la continuidad de la rutina diaria como un salto al vacío de un futuro centelleante. Y un año después lo repetiremos, olvidadizos de que nunca hubo algo nuevo, sino una ilusión hueca. El optimismo como la felicidad circunstancial se construye sobre la convivencia diaria con el pesimismo. Llega por bocanadas y permanece errático como el agua del mar al tocar la playa.
Pueblos aborígenes del norte del Pacífico estadounidense y canadiense practicaron hasta el siglo pasado la ceremonia del potlatch (regalo). Consistía en demostrar el poderío de las jerarquías a través de sus riquezas con regalos a quienes lo necesitaban y que en algunos casos luego destruían, significado de los tiempos de carencia que podrían venir. El denodado esfuerzo por construir algo propio, pero que rápidamente se puede esfumar. Albert Camus lo expuso en las dificultades que tenemos para alcanzar aspiraciones, a partir de reconocer la fuerza destructiva del mal para transformar verdades dolorosas. Ni la hipocresía de los libros de autoayuda contribuye al optimismo ni la lectura del exitismo laboral de LinkedIn, los odios y burlas en redes. Tampoco un rato de gula desatada. Que la individualidad construya resguardos colectivos, la simulación y la mentira se petrifiquen en cavernas de la memoria, el odio serial de los poderosos mala leche busque arraigo en otros planetas. A ver cómo nos va.
(La música sólo pretende acompañar la lectura. Que la disfruten.)
@DaríoFritz
Comments