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Nada es cierto

Actualizado: 31 jul 2023


Pieter Bruegel el Viejo. El triunfo de la Muerte, 1562 – 1563. Detalle de la obra tras la restauración. Museo Nacional del Prado, Madrid

Darío Fritz

Un cielo azulado límpido, propio de una tarde primaveral, la frondosidad de una franja de terreno arbolada como una isla en medio de la llanura agrícola, dan cuenta de un escenario frugal. De pronto la cámara se mueve nerviosa y avanza entre malezas y árboles segados, el cañón del fusil marca la dirección, abstraído de lo que circula a su alrededor, la respiración acelerada trasluce sangre caliente. Los disparos se dirigen hacia un orificio que se abre entre

matorrales. Zuc-zuc-zuc-zuc se escucha dentro de un pasillo a cielo abierto de paredes de tierra y raíces de árboles que afloran. Como si fuera una sesión en Battlefield, Modern Warfare o Call of Duty la cámara avanza veloz moviéndose sinuosa. Zuc-zuc-zuc-zuc, dos hombres que corren caen desmoronados, en seco. No emiten sonido. La muerte en estado natural. Los disparos no cesan, tampoco los gritos, las burlas, el miedo.

La escena se repite en espacios similares de vegetación anodina, donde en tiempos normales un cazador iría por el zorro, la liebre o el jabalí. Pero aquí la cámara se regocija con cuerpos desfigurados o quemados, hundidos en el barro, ojos semicerrados, cabezas destrozadas, piernas debajo de los cuerpos o dobladas como contorsionistas, alguien que remata a un herido, otro que dispara por la espalda, rostros resignados y aterrados saliendo de su madriguera con las manos detrás de la nuca. Es la guerra en las trincheras de 2023 presentada por soldados ucranianos. Aquí no hay periodistas ni fotógrafos, menos videoastas. Crudas, reales, sangrientas, elegidas, censuradas, las imágenes se capturan desde el casco del soldado como si Google filmara una calle citadina. Es su mirada. Se suben a Telegram para dar cuenta de la aniquilación del invasor ruso, el mismo que hace más un año era casi que un hermano. Con el que ocho décadas atrás sus abuelos combatieron codo a codo a los nazis en esas mismas tierras o en Stalingrado.

Dilucidar víctimas de victimarios nos coloca a uno y otro lado de cada trinchera, según donde queramos verla, sentados en casa pegados al celular. De un día para otro alguien dejó la dirección de un museo, la contaduría en una empresa, la programación de softwares para ir a disparar sin reparo. Quizá en alguna de esas cuevas en el medio de la nada o en la emboscada al chofer de un camión militar que transporta víveres. ¿Eso nos hará iguales al momento de la locura estúpida del comerciante que sale a pegarle a un transeúnte porque su perro hizo alqo que consideró incorrecto o aquel otro que le da una golpiza a su empleado, simplemente para sacarse las ganas? De patriotismo estamos hechos todos, supuestamente. La escuela, imprescindible para tantas cosas, lo inculca y así nos aferramos a nuestros orígenes para que nadie de afuera ose arrebatarnos nada. Un aporte para afianzar arbitrariedades, discriminación y exclusión. Somos espectadores de la indignación. La guerra ennoblece el instinto de violencia innato que guardamos en algún lugar. ¿Hasta dónde llegaríamos si nos ponen a ofrecerle el cuerpo, no sólo palabras, al heroísmo, el odio, el terror, las miserias, la compasión, la resistencia, la ecuación yo o el otro de la guerra? ¿Cómo nos descubriríamos? El relato de las trincheras, como la navaja dispuesta a actuar, hace saber que las dudas están desterradas, cada disparo al enemigo es un combate con la muerte, presente y cercana, tal cual la pinta Bruegel el Viejo.

¿Cómo está la guerra hoy?, preguntaba al levantarse un soldado americano y su compañero Ted Lavender le respondía mirando al cielo: “Suave, chico, hoy tenemos una encantadora guerra suave”. Lo relata Tim O’Brien de sus experiencias en Vietnam en Las cosas que llevaban los hombres que lucharon. Cuando esta guerra termine, como tantas otras, con un acuerdo necesario aunque insatisfactorio, cada soldado sobreviviente volverá a levantar ladrillos sobre las ruinas, venderá nuevamente pan, contará algo o silenciará sus historias. Nadie dirá que fue en vano. Para quienes no la vivimos, ni esta ni otras -por suerte-, lo justo es darle lugar a sus protagonistas. Como O’Brien: “En la guerra pierdes tu sentido de lo definido… puede decirse sin titubear que en una auténtica historia de guerra nada es nunca absolutamente cierto”.


(El tema musical sólo pretende acompañar la lectura)

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