Darío Fritz
En el último año del siglo XX nuestras cabezas treintañeras comenzaron a explotar como una sucesión de explosivos abren la montaña para buscar minerales. De la mano de las series televisiva, HBO y Sony Television colocaban una loza sobre la manera rutinaria de ver la cinematografía. De un cachetazo, Los Sopranos abría un nuevo mundo para la adicción, sentados en casa y sin mover un ápice el trasero más que ir por los cacahuates a la cocina. Desde la historia transgresora, la música que agujereaba neuronas y unos personajes que le peleaban el podio a Le Carré, Leonardo Sciascia o Mario Puzo, cada episodio semanal cinematográfico sobre un mundo de la mafia estrafalario y creíble dejaba claro que los días de los dulces y las palomitas sobre una butaca pasaban al territorio de las nostalgias. De aquellos personajes que nos atornillaban, uno de ellos, cansino, de paso encorvado, labios torcidos y mirada tierna de depredador, brillaba en el sitial de los intérpretes secundarios. Y era su primera experiencia como actor, así que imaginemos cómo sería de exuberante el resto de la plantilla de protagonistas. David Chase lo había descubierto por su emblemático carisma y lenguaje rebelde de músico coloso entre los suyos al escucharlo en un discurso en el Salón de la Fama de su natal Nueva Jersey. “Silvio Dante”, su personaje consiglieri, consejero para las buenas como las malas noticias para Tony Soprano, ya sabía de qué se trataba eso. Lo había sido de su amigo Bruce Springsteen, como letrista, músico, arreglista, cuando de muchachos se encontraron a mediados de los años sesenta en el UPS Stage -un bar sin drogas ni alcohol, según él-, para las bandas desconocidas de Nueva Jersey, y de allí hicieron un recorrido de toda la vida por el rock and roll estadounidense. Steven van Zandt ya era para 1999 el prolífico músico de pañuelo de pirata en la cabeza, un chico de barrio empático con todos, de ropas coloridas y amplias, y pecho abierto cruzado por collares artesanales que redondeaban una personalidad sui generis, distinta, transgresora, multifacética. Y mucho más arriba de los escenarios, aunque fuera el segundo de Springsteen durante quince años en la mítica E Street Band.
Qué no ha hecho en su carrera el frenético e inquieto Little Steven, mote que el mismo Van Zandt se colocó en honor a Little Richard -el músico ofició la misa en su boda con Maurren, la mujer que lo ha acompañado durante cinco décadas-, aunque Bruce ya lo había apodado Miami Steven por su vestuario vistoso. Músico, autor de canciones, arreglista -tiene todo en la cabeza, dice su amigo Bruce-, productor de música y TV, supervisor, actor, director -lo hace en el último capítulo de Lilyhammer, una exitosa y encantadora producción sueca que da continuidad a su personaje en Los Sopranos-. Pero además ha producido eventos internacionales de música, difunde bandas rockeras en radio desde hace más de dos décadas y enseña historia del rock clásico y el soul, un proyecto educativo para que no se “olvide” la música que le dio tanto. ¿Qué más puede hacer?
Las cosas no le fueron sencillas y hubo malos momentos: operario tapando baches en una autopista cuando el rock no alcanzaba o “paseador” de su perro durante siete años, según su locuaz descripción, porque las disqueras lo marginaron por sus posicionamientos políticos. “Todo lo hace bien” y “sabe siempre a dónde dirige la flecha”, acota una pareja de músicos amigos en un documental reciente -Stevie Van Zandt: Discípulo- producido por HBO, y donde él lleva la voz cantante acompañado de sus amistades como el mismo Springsteen y colegas que lo respetan, el caso de Paul McCartney, a quien Van Zandt vio por primera vez con Los Beatles en 1964 en el Ed Sullivan Show y eso -junto a la “seriedad” de Mike Jagger en los espectáculos de los Stone- lo definieron por hacerse músico, aunque por “un rock and roll con vientos” por la influencia del soul. En 2017 se daría el gusto de un sueño de niño, tocar con McCartney en The Cavern de Liverpool.
Las definiciones retratan a Van Zandt.
“No encajo”, dice cuando le preguntan sobre sus bandas multirraciales en el momento en que eran de músicos blancos o afroamericanos únicamente, y eso le quitaba acceso a la radio, el medio que podía catapultarlos al éxito.
“Nunca me he visto como un americano, soy de Nueva Jersey”, dice en Europa en los años ´80, después de separarse de E Street Band, cuando comienza a tomar definiciones más políticas en sus temáticas musicales.
“Tengo que disculparme por la arrogancia de mi gobierno y la ignorancia de mis compatriotas… se supone que éramos los ídolos de la democracia y no lo éramos”, dirá más adelante sobre los escenarios.
“La guerra la tienen que ganar en la TV”, le dice a los guerrilleros sudafricanos contra el apartheid y de regreso a Estados Unidos recluta a los grandes del rock, el soul, jazz y la música latina para crear Sun City, una pieza que marcaría el rechazo cultural al régimen segregacionista, como lo fueron el deportivo y el económico. Solo él podía juntarlos. De allí nacerían los conciertos mundiales del rock por causas sociales. Bono, gracias a Van Zandt y a Sun City adoptaría sus posteriores compromisos contra la desigualdad.
“Ser un buen patriota significa cuestionar a todos y en todos lados siempre”, proclama para confrontar con el patriotismo reaganiano y que bien le aplica hoy al trumpismo.
“Me preocupa no decir lo suficiente cuando escribo”, transparenta dudoso en el documental.
Cada canción, sin embargo, es suficiente en Steven Van Zandt para destrozar cualquier vaguedad. La poesía se esparce línea a línea.
Ya sea por el introspectivo “Inside of me”: “he pasado toda mi vida tratando de encontrar / Algo que sé que necesito, pero no puedo definir / todo lo que siempre quise está aquí / sigue vivo dentro de mí / nunca murió dentro de mí /…/ Todo el mundo me dice, abre los ojos, nunca puede ser como solía ser / yo les digo, abre tu corazón, ves sólo lo que quieres ver”. También por la chica de los pies perfectos de “Summer of Sorcery”: “Quiero perderme en tu festival de posibilidades ilimitadas / Quiero ser transformado por tu verano de brujerías”; o en “Desaparecidos”, de 1984 sobre el terrorismo de Estado de los militares argentinos, en el que le habla a los hijos a los que le han quitado sus padres: ¿Dónde estás desaparecido? / Esperemos que alguien recuerde tu nombre / ¿Dónde estás desaparecido? / ¿Cómo pueden simplemente dar la espalda a nuestra vergüenza? / ¿Dónde estás desaparecido? / Pruebo tu sangre en las raíces de esta tierra / ¿Dónde estás desaparecido?
Son letras, canciones, que cuartean neuronas y rompen cualquier displicencia con el mundo real encallada sobre un sofá. “Hay una tristeza a nuestro alrededor / Hay palabras que tenemos demasiado miedo de decir / Las cosas que pensé que durarían para siempre / Están cambiando todos los días/…/ Pensé que la única justicia en este mundo / vino de un corazón enojado”, remacha sobre nuestras cabezas en “Out of the Darkness”. Después de eso no hay más que sentirnos levitar cinco centímetros sobre el piso.
Sentado a caballo sobre una silla para relatar su vida, subido al escenario a disfrutar la hermandad con Bruce o para darle su lugar a su esposa Maurren -también fue su mujer en Los Sopranos-, agradecido con su representante que lo sacó del quebrando económico cuando nadie le apostaba un quinto entre las disqueras, Van Zandt despliega en el documental humildad, transparencia y pasión, como si fuera el mismo “inadaptado, raro, marginado” de los comienzos en los sesenta, distanciado del cliché de la arrogancia y el vedetismo. Que de alguna manera nunca dejó su lugar de origen, Nueva Jersey, y podría ser el más querido de los vecinos de cualquier barrio de ciudad, cantando a capella por las calles y con la guitarra colgada al hombro, sabiendo que ha encontrado eso que no puede definir y no es más que música.
@DarioFritz
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