Darío Fritz
Al mundo no le faltan niñas ni niños. Es una verdad de Perogrullo. En 2021 somos algo así como 7 800 millones de habitantes en el planeta. Nada más que en el primer trimestre del año nacieron unos 31 millones de bebés. Y aunque las tasas de nacimiento anuales han bajado de manera considerable –algo así como 26% desde que fue tomada esta imagen en Ciudad de México en 1968–, sabemos que del salto de estos números fríos a la posibilidad de satisfacer las necesidades de niñas y niños, se trata de otro cantar. A los adultos nos cuesta ver el drama en los demás. Lo resolvemos con mirar a un costado y esquivarlo. Hay fotos que hablan de esperanza, de éxitos, de la belleza o de la muerte. Pero también hay otras que duelen y desarman. Que no se ven en las portadas de periódicos, en Instagram, ni en la apertura de noticiarios de televisión. Al niño de la foto no le interesa la cámara que lo registra, está muy pendiente del tráfico que en segundos avanzará por esa calle, de vigilar el cambio del semáforo, hacer equilibrio entre sus miedos y la velocidad de los vehículos para moverse. Pendiente de que el adulto no se despegue de manos y hombros, sus únicos lazos para sobrevivir. Avanzar hacia la otra orilla puede resultar un martirio cuando para otros es tan normal como dar un paso detrás de otro. El sol del mediodía los abriga del frío de una noche pasada a la intemperie –es difícil creer que tengan el cobijo de un techo propio–, y las plantas de sus pies descalzos quisieran volar sobre el cemento tibio. No se pueden permitir la calma. La figura sombreada de un perro transmite una paz que ellos no tienen, y que sólo perdurará mientras permanezcan unidos uno a otro.
Si confrontáramos esta imagen con el cruce más icónico de una calle en la historia de la fotografía, Los Beatles avanzando sobre Abbey Road (1969), despreocupación y temor, entusiasmo y desesperación, indiferencia y tensión, se complementarían en blanco y negro. Mientras el tránsito se detiene para ver pasar a los cuatro personajes que todo mundo identifica, aquí uno se figura que los conductores observan impacientes el lento avance de ambos desconocidos, y hasta algún desesperado toca el claxon para apurarles el paso. El niño y el adulto se saben inermes. Expuestos a que la suerte los acompañe porque aquí no hay atenuantes ante el peligro. Si la tragedia se consuma, ¿quién se acordaría del lazarillo y su acompañante agazapado?
Publicado en BiCentenario. El ayer y hoy de México, número 54.
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