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Foto del escritorTerritorios Baldíos

Joyitas


Darío Fritz



Créditos en BiCentenario N°64

La infancia es única y extraordinaria. La de todos los niños, los de hoy, los que fuimos. Lo dice Anna Ajmátova. A los once años, la escritora rusa escribía poemas que su padre tachaba de “poeta decadente”. Así que cada uno pasa por un tamiz inigualable, en unas edades a la cuales la reflexión sobre felicidad o dicha incompleta solo queda para los tiempos de la madurez, porque por entonces -dice- no se tienen puntos de comparación para llegar a conclusiones tan severas. ¿Ese, esa, fui yo?, podemos preguntarnos al paso del tiempo. Sobre aquel niño que acariciaba a sus compañeros y hoy no quisiera reencontrarse con ellos, el que probaba la reacción de una paloma ahogando su cabeza en un cubo de agua, la niña que peinaba la muñeca imitando a su madre pero en los arrebatos de enojo le quitaba la cabeza. La decena de niñas y niños listos para desayunar, en su mayoría descalzos, que miran a la cámara disciplinados y responsables, saben que la frase de la pared del fondo, sin trabajo no hay pan, se aplica también para ese momento estelar. Sin sobriedad y sin apego a las normas no podrán levantar la taza ni llevarse a la boca esa única hogaza de pan que llenará de energías su mañana. En realidad eran más de medio millar, hacia 1920, salidos de los hogares más pobres de la ciudad de México. Niñeces plagadas de orfandad e insuficiencias, de desapegos familiares forzados, de convivencia con las pérdidas tempranas y los deseos marchitos. Recibían educación agraria intuitiva y experimental en la Escuela Francisco I. Madero, siguiendo los métodos libres de León Tolstoi y Rabindranath Tagore, en un edificio destartalado de la colonia Morelos, cercana al Zócalo, rodeados de una pobreza similar y el acecho de la violencia y los delincuentes. Fue todo un éxito, “escuela modelo”, que tres años después, otras miradas de la educación la abandonarían. Gabriela Mistral alguna vez los visitó como funcionaria de Vasconcelos y se maravilló de encontrar allí el tipo de educación que alguna vez soñó. Sobre aquellos niños, como de tantos otros, la poeta chilena apuntó con furia a la desidia, que nunca será de ellos: “Piececitos de niño, / azulosos de frío, / ¡cómo os ven y no os cubren, / […] / Piececitos heridos / por los guijarros todos / […] / joyitas sufrientes, / ¡cómo pasan sin veros / las gentes!”.


Publicado en sección Sepia de Bicentenario número 64

 

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