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Globos chinos

Darío Fritz


El dirigible alemán Hindenburg recorre Nueva York minutos antes de incendiarse al aterrizar el 6 de mayo de 1937. Foto: AFP_Getty Internet

De niño participábamos en la esquina de mi casa de la fogata de La Noche de San Juan, una tradición que animaban los adultos y que con los amigos contribuíamos acarreando palos, cardos rusos, ramas, cartones que alimentaran el fuego. Como era junio e invierno en esas latitudes australes, la hoguera nos cubría del frío nocturno caminando a su alrededor. Nada sabíamos de alejar

malos espíritus o recibir la temporada invernal -se celebra con el solsticio del día 23-, pero sí de pedir algo aunque no fuera día de Reyes Magos. Cerca de esa fecha o en el mismo día, apareció en el cielo una esfera gigante rojiza del tamaño de dos lunas llenas que nos llamó la atención. Desconozco a qué pudo atribuirse, quizá los adultos en el pueblo, mis padres, lo supieron, pero sí recuerdo bromas sobre el fin del mundo ­-vivíamos de por sí en un pueblo del fin del mundo argentino-. Como allí no había cura que alimentara el exorcismo ni eran tiempos del Medioevo para salir corriendo a escondernos por la llegada de un misterio maligno, lo vivimos con asombro y curiosidad como ocurre en todo pueblo de campo, habituados a que poco y nada ocurra. Pero sin temor. Algunas horas después la esfera se fue disipando, como si las estrellas se la hubiesen tragado. La primera impresión fue que la asociaba con las ilustraciones de Cinco semanas en globo, de Julio Verne. La idea de recorrer los cielos bajo la tutela de la física y alimentados por calor artificial al interior del globo, nació hacia la mitad del siglo XVII. En ciudad de México la historia registra que en 1835 fueron dos mujeres las valientes que se animaron por primera vez a subir a uno de ellos atraídas por la invitación del francés Eugéne Robertson. Claro que fiel a la época, lo que importaba era el hombre que venía a traer el espectáculo por primera vez al país, y de las aeronautas no se supo ni sus nombres. Después la tecnología hizo aquello más sofisticado y se convirtieron casi que en naves espaciales, los zepelines, de corta vida -unos cuarenta años- a principios del siglo XX, hasta que la Segunda Guerra Mundial comprobó su inutilidad, incluso como máquinas para bombardear. En años recientes los globos son un gran negocio para pasear clasemedieros, jóvenes exultantes por hacerse selfies, abrir los brazos estúpidamente y fotografiar desde quinientos metros de altura la pobreza difusa, el tráfico inapreciable o la vida impasible. La mirada de aquella niñez o los recorridos placenteros del presente pueden ser demasiado inocentes. El gobierno estadounidense y su parafernalia militar ha considerado que un globo chino desviado de su trayectoria a más de 18 kilómetros de altura puede ser tan peligroso como las bombas nucleares que ellos lanzaron sobre Hiroshima y Nagasaki. El país capaz de crear un misil que mata selectivamente, pero no toca nada alrededor (como en el asesinato de un líder de Al Qaeda en 2022), ha hecho con un inofensivo globo -al menos así lo califican en Pekín- una gran operación de marketing geopolítico antichino que en su teatralización incluyó la cuota cinéfila: destrucción de la amenaza con un misil sobre el océano Atlántico lejos de zonas habitadas. Había que salvar vidas. Han pasado cuatro días y aún no sabemos de las consecuencias para la humanidad del globo hecho trizas -qué ganas la de los chinos de prestarse también a eso-. Sí se ha confirmado que circula algún otro globo sobre nuestros cielos latinoamericanos. Al menos ya tenemos la tranquilidad, se nos ha informado, de que no sobrevuela territorio mexicano.

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