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Frankenstein

Actualizado: 27 mar 2023

Darío Fritz

Las debilidades las cargamos a cuestas toda la vida. O nos la quitamos de inmediato, antes de que lo peor suceda. Así sea por el huevo frito con plátano, apostar en riñas de gallos o caminar en la penumbra de una calle brava. Con todo lo que huela a terror me ha pasado eso. A los diez años veía una serie luego considerada de culto llamada El hombre que volvió de la muerte. A las once de la noche me hacía un nudo en un viejo sillón destartalado frente a la televisión en blanco y negro, a la par de que entraba el silbido del viento pampeano que imaginaba como el aire que cruza los cementerios, silencioso y frío.

El sandinismo entra a Managua el 19 de julio de 1979. Somoza ha caído. Foto: Internet.

Aún recuerdo la voz tremebunda de Narciso Ibáñez Menta en cada uno de sus trece capítulos que daban luz a un personaje vengativo con quienes lo llevaron a una condena a muerte. Nunca lo hallaban, no solo porque se lo creía muerto, sino que usaba máscaras diferentes para cada crimen. Aquellas noches atado al temor y a la esperanza de que los personajes enmascarados nunca traspasaran la puerta principal de la casa pueblerina, fueron suficiente para

evitar cualquier futuro contacto visual con los Chukis, Freddy Krueger y zombis de tiempos recientes. De esas máscaras y terrores escindidos están hechas gran número de culturas, especialmente las de ascendencia indígena, así en México como el Amazonas, El Gran Chaco o el sincretismo hispano-africano de Puerto Rico. La analogía de las máscaras con la política está a un paso. Daniel Ortega se ha convertido en Nicaragua en un personaje propio de Frankenstein. Después de los recientes destierros de más de trescientas personas que se le han parado para hacerle frente y por ello fueron a parar a la cárcel, además de varios centenares de muertos por resistir a su deriva autoritaria, bien podría decir Ortega como el personaje de Mary Shelley, “yo era afectuoso y bueno; la desgracia me ha convertido en un demonio”. Porque sí hubo un Ortega que fue parte de aquella revolución triunfante de 1979 que en su esperanza utópica de cambios se llegó a llamar la revolución de los poetas. A la que se le cantaba en calles, mítines, conciertos, y se le abrazaba al grito de “Nicaragua vencerá”. Pero poco a poco, aquel personaje se convirtió en un Frankenstein, como muy bien lo relata en Adiós muchachos, su compañero de batallas, el escritor Sergio Ramírez. Ya desde 1990, por inspiración propia se gestó el personaje que abandonaba principios y épica revolucionaria por ordinarias ambiciones personales de poder, como tantas se podrían contar. Pero esos Frankenstein existen porque otros los dejan ser. Por derecha o por izquierda, políticos y gobernantes cierran filas por los cercanos y suyos, y alzan las máscaras para no ver ni oír de proscripciones, corrupción, asesinatos de manifestantes o encarcelamientos ilegales. Palmean, callan y muestran afectos y protección al amigo autoritario cuando si les tocara en su propia piel levantarían barricadas. Como en el espíritu de cuerpo militar, brota el ocultamiento, la cofradía, la impunidad para defender a los que son parte de la banda. Se asumen de izquierda o progresistas y tan sólo se animan a proponer cobijo -tarde y con excusas fariseas-, a aquellos desterrados -tal el caso de Ramírez- por el amigo dictador. Son la manada que sigue al líder con anteojeras y bozal. Por lo demás, a callar, que todo siga igual. Lejos están del “Salmo 1” que escribiera Ernesto Cardenal:


Bienaventurado el hombre que no sigue las consignas del Partido

ni asiste a sus mítines

ni se sienta a la mesa con los gánsteres

ni con los generales en el Consejo de Guerra

Bienaventurado el hombre que no espía a su hermano

Ni delata a su compañero de colegio

Bienaventurado el hombre que no lee los anuncios comerciales

Ni escucha sus radios

Ni cree en sus slogans

Será como un árbol plantado junto a una fuente.

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