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El diablo metió la cola

Darío Fritz

Autoplagio
Autoplagio

Hay una frase que cuelga como espada de Damocles a la hora de pensar en justicia: “Ojalá nunca caigas en manos de un ministerio público”. Suena a oxímoron. No confío en la justicia de aquellos que están facultados a aplicar justicia, nos viene diciendo la contradicción de ese temor fundado, así sea por un accidente de tránsito, descubierto infraganti con unas copas de más o por denunciar un robo. “Hacer justicia no es solamente dar a cada uno lo suyo, sino crear desde la incertidumbre la realidad de lo equitativo”, define en una de sus novelas Juan Filloy, un juez que al dejar el cargo se dedicó a la literatura. Y de manera maravillosa. Suena extraño, como si a la ecuanimidad la hubiesen tomado por asalto, cuando nos enteramos que una jueza, quien no sólo atiende casos

ordinarios, sino que es integrante de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, ha hecho trampa para ascender en su carrera profesional. Años después de graduarse, y cuando estaba a punto de llegar a la presidencia de ese oráculo de gente de mirada enjuta y decisiones indescifrables, el diablo le metió la cola. Copió textos de otro tesista para licenciarse, descubrió un académico y escritor. En la antigüedad, tiempos de la Grecia clásica, un proverbio decía que “tu error de hoy será tu maestro de mañana”. Pero no, la jueza fue por su segunda zancadilla. Dos periodistas cotejaron su tesis de doctorado y hallaron que casi la mitad estaba hecha de refritos de colegas del país y el extranjero. En su defensa ha negado todo. Obvio. Lo extraño hubiese sido que pidiera perdón -el concepto de reputación ha sido sustituido por el de notoriedad, escribió Umberto Eco-. Por qué no negarlo si quien la propuso para entrar a la Suprema Corte dice que tan sólo fue una anomalía y quienes piden a la magistrada pagar por las consecuencias han cometido delitos mayores. El periodismo es plagiario por naturaleza, podría haber dicho citando a Azorín. Así que, ¿quién tiró la primera piedra? “Para ser juez se requiere de la entereza inexorable de la ausencia de dudas y el valor que se decanta de las más puras esencias críticas”, aporta otra vez Filloy. Una jueza, otra, subordinada de alguna manera de la primera, le ha dado la razón a una presentación legal y censuró toda posibilidad de que la institución donde obtuvo la licenciatura emita alguna resolución sobre el plagio. Ahora fue la magistrada suprema quien le pidió al diablo meter la cola, como antes lo hizo en otras instancias. Juez y parte, y sin opción al rubor. Que las fechorías también se hacen para exhibir las obscenidades del poder. “Las leyes son simples telarañas que detienen a las moscas y dejan pasar a los pájaros”, le dijo el príncipe y filósofo escita Anacarsis al magistrado ateniense Solón, nos cuenta Irene Vallejo en una de sus columnas periodísticas donde habla de los antiguos para entender el presente. “Las leyes enredan un poco, pero el grande las rompe y se escapa”, sentenció el pesimista Anacarsis. Para desgracia de la magistrada -uno se pregunta si cada día que llega a la oficina lo hace con tapabocas para no mostrar el rostro completo a sus empleados o al cruzarse con sus colegas cortesanos que ni pío dicen-, esto del plagio es un concepto mercantil y legal de fines del siglo XX, que se sanciona, aunque no lo es en el sentido artístico. Bien podría alegar desde el plano del arte -hacer una tesis remite también a creación, aunque la magistrada no se dé por enterada-, lo que siempre se ha dicho, el plagio es la base de todas las literaturas, con excepción de la primera, que de hecho es desconocida. Jorge Luis Borges, que mucho bromeaba con esto, decía: Mi hábito del plagio me ha llevado a jugar con los viejos y consabidos temas ya tratados por muchísimos otros grandes escritores que no quiero mencionar porque la lista sería infinita; eso sí, para plagiar hay que saber hacerlo. De lo contrario conviene resignarse a ser uno mismo. Por fortuna, a pesar de que soy un desastre para consumarlo, creo no ser original”. Parece romántico para estos tiempos pensar que la justicia implica un común acuerdo social. Algunos con golpes de mano de seda la pueden torcer con descarada corrupción, valerse de encubridores y apropiársela.

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