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Foto del escritorTerritorios Baldíos

Balneario



Eso de bañarse se agradece. Sana heridas, purifica el espíritu, recupera energías, elimina tensiones y, sobre todo, no aleja amistades ni obliga a tapar los orificios de la nariz cuando el vaho que dejamos sabe a fragan­cias de El Cairo, un viejo dicho ya demodé que daba cuenta de la mala fama de las calles en la antigua capital de los faraones. Estos hombres y mujeres de la imagen se refrescan del fuerte calor de la temporada estival de Aguascalientes en una acequia de aguas termales, la as­piración mínima que podían tener los menos agraciados por el desarrollo económico en 1888, cuando fue tomada la foto. El estadounidense William Henry Jackson, un amante de la naturaleza, incluso en pinturas, lo retrató junto a otras estampas urbanas de entonces. No podían nadar allí, claro está, en esa larga y estrecha hendidura de la tierra que serpenteaba a los alrededores del bal­neario Los Arquitos, boyante en aquellos tiempos para los sectores pudientes y en la actualidad recuperado como centro cultural.

El agua del manantial que pasaba por las acequias para distribuirse entre los mil huertos urbanos, según una narración de la época, reblandecía los cuerpos de las pieles áridas por el trabajo rudo y limpiaba las ro­pas ajadas de un sector numeroso de la población para la cual la modernidad del grifo en sus viviendas estaba aún muy lejana. Mientras los más intrépidos o menos tímidos disfrutaban, afuera algunas mujeres, como se ve en las dos indígenas ataviadas de cabo a rabo, quizá espantadas por la escena de los cuerpos semidesnudos y mojados, esperaban turno para lavar sus humildes telas y usar los árboles cercanos como tendedero. Allí, los bañistas se podían tomar el tiempo que quisieran.

No era aquello una Venecia en el centro mexicano, ni tampoco una copia a menor escala de Tenochtitlán.

Nadie los iba a perseguir con cronómetro en mano, a excepción de las señoras lavanderas que quisieran apurar el regreso a casa con la tarea hecha. Cerca de allí, los más pudientes y que sólo asistían al balneario, apenas podían estar en las aguas termales 40 minutos, según precisaba un letrero de entonces. Para diferenciar claramente quienes tenían acceso a balneario y acequias, otro anuncio establecía: El agua de estos baños viene direc­tamente de su manantial por acueducto cerrado. La acequia abierta no surte estos baños. No fuera a ser que hubiese contaminación de efluvios corporales.

No era aquello una Venecia en el centro mexicano, ni tampoco una copia a menor escala de Tenochtitlán. El agua clara y ondulante corre lentamente, retrataba un texto de Enrique Fernández Ledesma que describía a la Aguascalientes de fines del siglo XIX. Una imagen bucólica para la actualidad en que las aguas termales sobreviven escasas, recluidas a tiempos vacacionales o de fines de semana entre cuartos de hoteles y masajes con aroma a incienso y barro.


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