Artificios
- Territorios Baldíos
- 29 dic 2022
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 5 feb 2023
Darío Fritz

Como gente de costumbres ponemos un árbol artificioso o real en la sala -aunque le demos escasa importancia a los que están afuera. Si crecen, si comienzan a secarse, si necesitan riego o requieren que los tusen, qué más da, pasamos a su lado como parte de la coreografía diaria de nuestra vida- lo adornamos y esperamos rodearlo de paquetes, bolsas, cajas, y que sea testigo esta vez de una cena diferente. Una semana después el árbol, algo aporreado por las luces, el calor y su rápido envejecimiento -si es real-, o con alguna pérdida de sus decoraciones, ya luce sin ofrendas, y espera una manita de gato para el cambio de año. Para cuando se festeje el día de reyes estará listo para su propia eutanasia. Nos acompaña para no sentirnos solos durante algo así como treinta días, y hacernos ver diferente. Una ilusión de cambio y una aspiración de vernos distintos para encarar nuevos
días, supuestamente unos trescientos sesenta y algo, aunque la normalidad pronto va adquiriendo forma, allá por el tres o cuatro de enero, cuando caemos exhaustos a recibir la rutina. El seis no cuenta tanto, es para los chicos. Vivimos en una necesaria quimera de renovación, algo ha de cambiar, sin pensar que eso es más complejo, como la felicidad, de a ratos, de manera inesperada, con las cosas más sencillas. Que lo trabajamos en el tedioso hábito de la vida diaria y nos damos el lujo de saborearla en ocasiones, con un vino, una compra, un regalo al alcance de un bolsillo que no por eso debe flaquear -tampoco somos tan tontos como para hacernos el harakiri-. A la par escenificamos el refuerzo de los cariños que la distancia, las peripecias económicas, las crisis en casa, lo viajes, las broncas laborales, han fagocitado los once meses anteriores. Y ahí, con los más queridos, alguno que otro cercano, volviendo a soportar a alguno que otro tóxico, repartiremos risa, burlas, bromas, recuerdos, quizá algo gracioso de quien ya no está, y nos guardamos los otros, los secretos, pensamientos, rechazos, eso que llevamos dentro y que nunca verán la luz porque cada uno vive con sus propias miserias, las que reconoce y nunca alumbrará. Ese machete sin posibilidad de desenvainar. Y entonces brindaremos. Nos propondremos algo para cada mes, y así evitamos ir al psicólogo a responderle cómo nos vemos en equis tiempo. La tarea está hecha. Al día siguiente, primero del año, nos descubriremos melancólicos y hasta algo aburrido. Como si fuera domingo. A remar, que se acabó la fiesta. Hasta dentro de trescientos sesenta y cinco días.
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